domingo, 8 de noviembre de 2020


Del libro 
Jardín de catástrofes 
(cuentos brevísimos sueltos 1980-2012)

© REYNALDO DISLA

Filósofo de las favelas. Gráfica de Rey Disla.


Filósofo de las favelas

Desde mi primer contacto con alienígenas, la realidad de nuestro planeta estuvo clara: éramos la repetición en miniatura de otros universos infinitos. La Tierra es al cosmos lo que el hormiguero doméstico a Brasil. Por tanto, toda actividad humana figura entre los múltiples actos predecibles en el tiempo y el espacio, que son en sí mismos una repetición (lo que yo comía, de la basura, era un manjar exquisito en otros habitáculos siderales). Daba lo mismo que saliera o no a mendigar el pan de cada día, con respecto al universo; si yo no lo hacía lo haría otro ser en alguna parte de los espacios perennes. Así que me dediqué a contemplar esos espejos callejeros que son los transeúntes: ellos son el reflejo de lo que sucede a otros entes en los múltiples mundos. De tanto mirar los autos, gentes, aviones, carruajes, buses y todo lo que pasaba, la mirada se me tornó fija, y ya veía pasar sin mover las pupilas o el cuello. Yo mismo, refugiado en la caja de cartón donde dormía, devine, con el paso de los meses, en una alegoría estancada, gorda y hedionda. En una de las noches salvajes de São Paulo, cuando los escuadrones asesinos venían a linchar a los niños callejeros, tres arcángeles azules se detuvieron ante mí; esa noche dormitaba ebrio por los licores navideños rescatados en los cestos de la basura. Tenía la absoluta seguridad de que esos emisarios divinos llegaban para transportarme a la dimensión que yo merecía. Los disparos dirigidos a mi cabeza, que esperé alborozado, solo eran el botón de la máquina del tiempo que me trasladaría a un nivel superior de existencia, a través de ese vehículo metagaláctico que los ignorantes llamarían mi muerte. 



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